El Espíritu Santo
Según nos narran los Hechos de los Apóstoles, cuando el apóstol Pablo llegó a la población de Éfeso y preguntó a algunos discípulos si habían recibido el Espíritu Santo éstos le contestaron lo siguiente: “Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que haya Espíritu Santo” (Hechos de los Apóstoles 19,2). La ignorancia de aquellos cristianos de Éfeso sobre lo que es el Espíritu Santo describe con bastante precisión la posición del cristiano actual.
¿Qué es el Espíritu Santo? ¿Qué verdades de fe se esconden detrás de estas dos palabras? ¿Qué quisieron decir los evangelistas cuando, al narrar el bautismo de Jesús, indicaron que “el Espíritu bajó sobre él”? ¿Qué significado tiene la celebración de Pentecostés, en la que los discípulos recibieron el Espíritu Santo?
La comprensión de lo que significa el Espíritu Santo sólo puede hacerse a partir del Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento Dios está presente de modo activo en el mundo, pero nadie puede ver su rostro, ni es posible ofrecer una imagen suya. Es claro en este sentido el segundo mandamiento del Decálogo: “No te harás escultura ni imagen de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra” (Éxodo 20,4). ¿Cómo expresar entonces esa presencia activa de Dios? El Antiguo Testamento utiliza la idea de viento, de aliento, de soplo. Es significativo, en este sentido, el segundo versículo del primero de los capítulos del Génesis: “… un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”. El término hebreo que se va a utilizar será “ruaj”, que en griego se traducirá como “pneuma” y en castellano como “espíritu”. Así, “Espíritu Santo” o “Espíritu de Dios” es la forma de expresar en el Antiguo Testamento la presencia vital, dinámica y creadora de Dios en el mundo. El espíritu de Dios es el poder divino que todo lo crea, lo conserva, lo dirige y lo conduce. Es como el viento: esta ahí, lo notamos, produce efectos, pero no lo vemos con nuestros ojos.
En la época de los patriarcas todas las personas piadosas y justas tenían el Espíritu de Dios. Pero cuando Israel pecó Dios restringió el Espíritu limitándolo a unas personas escogidas: los profetas. Los profetas están inspirados por Dios, y esta idea se expresa en los textos bíblicos diciendo que el Espíritu de Dios (el Espíritu Santo) estaba con ellos. Son innumerables las citas. En Números 27,18 se dice refiriéndose a Josué que en él “está el Espíritu”; en Jueces 3,10 se dice que “el espíritu de Yavhé vino sobre él”, expresión que, con leves variaciones, se repite en Jueces 6, 34; 11,29; 13,25, etc.
Con la muerte de los últimos profetas (Zacarías y Macarías) se entendió que se había extinguió el Espíritu, a causa del pecado de Israel. Desde entonces se creía que Dios hablaba únicamente por el eco de su voz, un pobre sustitutivo.
De este modo, en la época de Jesús se consideraba que la serie de mensajeros de Dios se había interrumpido. Junto con esta idea, existía también la esperanza de que, en cualquier momento, el Espíritu volviera a actuar de modo decisivo.
Es a partir de estos antecedentes como es posible entender los textos evangélicos que relacionan a Jesús con el Espíritu. Cuando Marcos describe el bautismo de Jesús señala que “en cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él” (Marcos 1,10). Con ello el evangelista quiere decir que con Jesús se vuelve a reanudar la serie de mensajeros de Dios, que de nuevo el Espíritu de Dios actúa en el mundo, en la persona de Cristo. Por eso los cielos, que estaban cerrados, se abren y el Espíritu de Dios se derrama sobre Jesús. La presencia activa de Dios en Jesús, siguiendo los modelos del Antiguo Testamento, se expresa así en esa idea: Dios ungió con el Espíritu Santo a Jesús de Nazaret (Hechos de los Apóstoles 10,38). Pero en el caso de Jesús no se trata de un profeta más: Jesús es el Hijo de Dios, por lo que la presencia del Espíritu en Jesús es particularmente especial.
Con la venida de Jesús de nuevo el Espíritu de Dios se comunica con nosotros. Pero no como antes. Dios actúa en Jesús de un modo especial y único. Esta relación se va a expresar con el título de Hijo de Dios aplicado a Jesús, con el que se quiere señalar que Dios se ha revelado y comunicado en Jesús de Nazaret de una vez y para siempre, de modo definitivo, pleno y completo, por lo que Cristo habló y actuó en lugar de Dios, mostrando su verdadero rostro.
Durante el período prepascual Jesús es el portador exclusivo del Espíritu de Dios. La acción del Espíritu es determinante en la resurrección y glorificación de Jesús, tal y como con particular claridad afirma Pablo en su carta a los Romanos 1,4 : “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de Santidad, por su resurrección entre los muertos”. Por fin, en el período postpascual el Espíritu va a transmitirse a los seguidores de Jesús.
En el evangelio de Juan el mismo día de la Resurrección Jesús transmite a sus discípulos el Espíritu Santo: “sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Juan 20,22). El evangelista Lucas, para explicar mejor estas verdades teológicas, distingue en el tiempo entre Resurrección, Ascensión y Pentecostés. Centrando nuestra reflexión en el significado de Pentecostés, lo que en su relato nos transmite Lucas (en Hechos de los Apóstoles capítulo 2, versículos del 1 al 13) es que, tras la resurrección y la gloriosa exaltación de Jesús, hubo una clara presencia de Dios sobre la comunidad que les dio fuerzas para salir a la calle y para extender la buena noticia a todo el mundo, judíos y gentiles. Gracias a esa “fuerza de Dios” que actuó sobre ellos la buena noticia pudo ser entendida por todos los pueblos, cualquiera que fuese su lengua. Con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés se está afirmando que Jesús resucitado sigue presente en la comunidad, presencia que ya no es corporal sino en “Espíritu”. En definitiva, con el relato de Pentecostés (precedido por el de la Ascensión) se está señalando que tras la resurrección de Jesús comienza una nueva etapa que consiste en extender el Evangelio hasta los confines de la tierra y que en esa nueva etapa el impulso y la iniciativa es de Dios (al cual Jesús ha revelado de modo pleno) que, en espíritu, sigue presente de modo real entre nosotros y nos da las fuerzas para actuar y llevar a cabo esa tarea.