Mediador creacion

Mediador en la creación

 El credo que proclamamos los católicos indica que Jesucristo es el Hijo único de Dios “por quien todo fue hecho”, con lo que afirmamos que Cristo es mediador de la creación. Es esta una afirmación que hoy nos es difícilmente accesible. ¿Qué se quiere decir con esta confesión sobre la mediación creadora de Cristo?

         Es en el Nuevo Testamento donde encontramos claramente esta idea de que Jesucristo es el mediador en la creación. En la primera epístola a los Corintios, capítulo 8, versículo 6, se nos dice que “para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas  y nosotros por él”. Pero es en la epístola a los Colosenses, capítulo primero, versículos del 16 al 17, donde se desarrolla con mayor extensión esta función mediadora de Cristo:

“Él es Imagen de Dios invisible,

Primogénito de toda la creación,

porque con él fueron creadas todas las cosas,

en los cielos y en la tierra,

las visibles y las invisibles,

tronos, dominaciones, principados, potestades:

todo fue creado por él y para él,

él existe con anterioridad a todo,

y todo tiene en él su consistencia”.

         No se trata de sentencias aisladas, pues existen otros pasajes del Nuevo Testamento en el que esta idea está presente. La volvemos a encontrar en la epístola a los Hebreos, capítulo 1, versículo 3, donde se señala que Cristo es “el que sostiene todo con su palabra poderosa”. Y la hallamos claramente expresada en el prólogo del Evangelio de Juan, capítulo 1, versículo 10, en donde, y referido a la Palabra que se ha hecho carne (Cristo) se dice que  “el mundo fue hecho por ella”.

         Las proposiciones sobre la función mediadora en la creación de Cristo están claramente relacionadas con las que afirman su preexistencia desde la eternidad. Además, existe una directa relación entre la función mediadora de Cristo en la creación y la idea de la salvación definitiva que Cristo supone para el hombre.   

         En realidad, para comprender el significado de este concepto resulta preciso que nos remontemos a las primeras páginas de la Biblia. En el Génesis podemos comprobar como Dios sitúa al hombre (hecho por Dios “a imagen suya”, Génesis 1,27) como cabeza y señor de la creación. Se entrega al hombre el dominio de la tierra, para que la administre (“mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta sobre la tierra” Génisis 1,28). El dominio del hombre sobre la creación se expresa en que es el  hombre el que tiene que dar el nombre a las cosas (Génesis 2, 18-20). Así, el hombre está en el centro del cosmos y en posición de superioridad respecto al resto de la creación. En realidad existe una estrecha relación entre el hombre y la creación, de modo que la plenitud de la humanidad se manifiesta también en la plenitud de la creación.

Pero el comportamiento del hombre, tanto en lo bueno como en lo malo, va a tener una repercusión en la totalidad de la creación. La caída del hombre narrada en el capítulo tercero del Génesis va a significar también una catástrofe para toda la vida de la creación. En su apartamiento de Dios el hombre arrastró consigo a toda la creación unida a él. La maldición que Dios pronuncia sobre el hombre cae también sobre la creación y la rebelión del hombre contra Dios significa igualmente la desgracia para toda la creación. El hombre, tras el pecado, ya no administra la tierra con celo, sino según su capricho egoísta. Y toda la creación queda en situación de corrupción.

         A partir de lo anterior, tras la muerte y resurrección de Jesús la primitiva comunidad se interrogará sobre los efectos de la salvación que Dios nos ha dado de modo gratuito a través de su Hijo sobre ese anterior estado de corrupción de la creación. Si como consecuencia de la caída representada en Adán toda la creación también cayó en la corrupción, del mismo modo la acción salvífica de Cristo significa igualmente que toda la creación queda liberada de la corrupción. Del mismo modo que la naturaleza fue incorporada a la historia del pecado humano, también ha sido incorporada a la historia de la salvación humana acaecida en Cristo. De este modo, con la salvación que Cristo ofrece al hombre se regenera, vuelve a resurgir, resucita la creación entera. Por ello, en su reflexión, la comunidad va a afirmar que Cristo, que ocupa un papel central en la creación, supone la culminación de ésta, que sólo con él alcanza su plenitud. Puesto que Jesús está desde los comienzos en el plan de Dios, puede decirse que desde el origen de la creación estaba prevista la acción mediadora de Dios en la culminación del mundo. Por ello Jesús, Hijo de Dios desde la eternidad, era también mediador de la creación.

         En toda esa reflexión es particularmente lúcida la doctrina de Pablo. Cristo es el segundo Adán. La vida del primer Adán fue decisiva para el destino de la creación, la cual cayó en la degeneración como consecuencia de su pecado; igualmente, con Cristo da comienzo una nueva creación, un nuevo comienzo (“pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así mismo todos revivirán en Cristo” primera epístola de Corintios, 15,22). Así como en Adán fue hecho el primer hombre terrestre, con Cristo  surge el nuevo hombre espiritual (I Corintios 15, 45-49).

         Con Jesucristo llegó el cumplimiento de la historia prometida por Dios desde el principio de los tiempos. La resurrección de Jesús da comienzo a una nueva creación. Su resurrección es una anticipación que deja entrever lo que aún falta a la creación y a la humanidad en todas las dimensiones de su existencia. Con Cristo comienza la plenitud de los tiempos. La creación se hizo ya por Dios en atención y teniendo ya en cuenta ese momento culminante. Por eso puede decirse que con Cristo fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra. Como señala el Concilio Vaticano II, Jesucristo es “la clave, el centro y el fin de toda la historia humana” (Gaudium et spes nº10),  es el fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones” (Gaudium et spes nº45).