El pecado original en el siglo XXI
Vivimos inmersos en lo que se ha denominado la cultura de la increencia, en un ambiente en el que el fenómeno religioso ha perdido el protagonismo social de otros tiempos y ha sido relegado a posiciones cada vez menos relevantes. En nombre de la libertad, el hombre rechaza cualquier limitación que le pueda ser impuesta desde instancias “externas” o “superiores”. En ese clima, hablar de la idea del pecado ocasiona importantes rechazos. Si ello es así, todavía puede resultar más difícil intentar explicar el dogma católico del pecado original. En los albores del siglo XXI, ¿es todavía posible seguir hablando del pecado original?
Según leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (en adelante CIgC) el pecado original es “una verdad esencial de la fe” (CIgC 388 y 389). “Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad” (CIgC 396), pero “el hombre, tentado por el diablo (…) desobedeció el mandamiento de Dios” (CIgC 397). El pecado de Adán y Eva tiene graves consecuencias para la humanidad, dado que se ha transmitido a todos los hombres: “la inmensa miseria que oprime los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es la muerte del alma” (CIgC 403) . Pero, tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios, sino que se le anuncia un Mesías redentor, el nuevo Adán que va a redimir al hombre definitivamente de sus pecados (CIgC 410 y ss). Esta doctrina del pecado original, ¿puede ser entendida por el hombre de este nuevo siglo?
Para comenzar, no podemos ocultar las dificultades que la comprensión de estas ideas nos ocasiona. Así lo afirma con toda crudeza el Catecismo Católico para Adultos de la Conferencia Episcopal Alemana (en adelante CA): “la doctrina del pecado original de la humanidad tropieza con muchas malas interpretaciones y causa a muchos cristianos dificultades no pequeñas” (CA pág.142). El propio CIgC se hace eco de estas dificultades al afirmar que “la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente” (CIgC 404). La transmisión del pecado original parece que presuponga que toda la humanidad desciende de una primera pareja que fue la causante del pecado originario; sin embargo, hoy muchos científicos piensan que al comienzo de la humanidad no hubo sólo una pareja (monogenismo), sino que, por el contrario, en el proceso de la evolución la vida humana se formó más o menos simultáneamente en varios lugares (poligenismo). Pero esta primera dificultad no es un obstáculo insuperable. El CIgC reconoce que “el relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes” el cual lo que hace es “afirmar un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre” (CIgC 390). Por ello puede decirse que el nombre de Adán, en el lenguaje bíblico, no se refiere a un solo hombre, sino que es una denominación colectiva de “los” hombres y de “la” humanidad. Es, en definitiva, el género humano el que rechazó ya en los orígenes la salvación que Dios le ofrecía (CA pág 142 y 143). Este sería el verdadero sentido de la “caída” de Adán dentro de la doctrina del pecado original.
Despejado el sentido de la historia del primer pecado de Adán, mayores dificultades para el pensamiento moderno ocasiona la idea de la transmisión de ese pecado hasta el hombre actual. En palabras del CA, “la expresión “pecado hereditario” es para muchos una contradicción entre sí” (CA pág.143). El pecado es siempre una acción voluntaria del hombre, por lo que si el estado de pecado se recibe como por herencia, entonces no existiría verdadero pecado; contrariamente, si el pecado del hombre actual es consecuencia de su actuar voluntario, entonces difícilmente puede hablarse de que se haya heredado el pecado original. Además de esto, parece repugnar al pensamiento moderno la idea de que los hijos sean responsables de los actos ilícitos cometidos por sus padres, incluso antes de haber nacido; ese tipo de responsabilidad, no infrecuente en sistemas penales arcaicos, hace siglos que ha sido erradicados de nuestros códigos penales, por lo que no se comprende que se mantenga en la “justicia de Dios”. ¿Cómo explicar, pues, la idea de la transmisión del pecado original?
La explicación del concepto del pecado original y de su transmisión habrá de partir de la idea de la solidaridad radical de todos los hombres. Como señala el CA (pág.143), nadie empieza a partir de cero, sino que cada uno de nosotros está marcado por la historia de su familia, de su pueblo, de su cultura, e incluso de toda la humanidad. Nos hallamos inmersos en una situación determinada por el pecado, en cuanto que nacemos en el seno de una sociedad en la que imperan el egoísmo, la hipocresía, la violencia, la injusticia,… Así, puede afirmarse que la tendencia universal al pecado está en todos y en cada uno de nosotros, que nuestro pecado ejerce una influencia sobre los demás y que hay, por tanto, una red de lazos comunes y una solidaridad universal en el pecado. La situación universal de pecado, que, como ya se ha dicho, se remonta al origen de la humanidad, determina íntimamente al hombre en todo lo que éste es y hace; por tanto existe una interconexión clara entre el pecado personal de cada hombre y el denominado pecado original. Es en este sentido como “el hombre se apropia del estado de caída universal preexistente y peca, por así decirlo, dentro de ella” (CA pág.144). Estas ideas nos sirven igualmente para explicar el sentido que tiene la afirmación de que nacemos ya con el pecado original: los niños pequeños son personalmente inocentes, pero, desde el comienzo, se ven inmersos e implicados en la situación de pecado de los mayores y de la sociedad entera, lo que determina su existencia.
Así, la doctrina del pecado original expresa el estado de caída universal del hombre y de la humanidad, la pecaminosidad solidaria en la que vive el hombre. Sin embargo, es importante incorporar en nuestro razonamiento dos nuevas ideas. Por un lado, hemos de destacar (ya se ha apuntado antes) que Dios no había previsto para el hombre ese estado de pecado universal y solidario, sino que hubo una originaria voluntad de salvación por parte de Dios. Como relata la Biblia en la historia del Paraíso, Dios no quiso el mundo ni lo hizo tal y como lo hallamos ahora. En palabras del teólogo católico y Cardenal Kasper (Jesús el Cristo, pág 250 y 251) “pecado original quiere decir que la situación universal que determina a cada uno interiormente contradice de hecho a la originaria voluntad de salvación por parte de Dios”. La segunda idea que debe incorporarse en este desarrollo de la doctrina del pecado original es la de la esperanza de la humanidad en la salvación, esperanza que cristaliza en la actuación redentora de Cristo.
Ya en el Antiguo Testamento, junto a la idea de la universalidad y radicalidad del pecado, aparece simultáneamente la idea de la esperanza en el advenimiento del Redentor. El pecado ha corrompido y desgarrado al hombre y al mundo, pero, incluso en su estado de pecado, el hombre sigue siendo imagen de Dios y Dios manifiesta su voluntad salvífica. El hombre por sí solo, como consecuencia de esa situación de solidaridad radical de todos en el pecado, no puede salvarse, sino que sólo cabe que esa salvación le sea dada por Dios. Como afirma Kasper (op.cit. pág.253) “por la encarnación de Dios en Jesucristo se ha cambiado la situación de perdición en la que todos los hombres están presos y por la que están íntimamente determinados”, ·”esa situación se rompió en un lugar y este nuevo comienzo determina ahora de forma nueva la situación de todos los hombres”.
En los albores del siglo XXI el hombre experimenta el mal que existe en el mundo. La perversión del hombre, conocida con el nombre de pecado, se remonta a los orígenes de la humanidad y tiene hoy un carácter universal. El hombre moderno percibe también la responsabilidad solidaria de todos en esa situación de pecado. Y, no obstante, el hombre sigue abierto a la esperanza.
Quizá la expresión “pecado original” sea un “concepto no feliz que se presta a malentendidos” (Kasper, op.cit. pág.250). Sin embargo, detrás de esta vieja doctrina se esconden ideas que siguen vigentes para el hombre del siglo XXI.